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Jairo Iglesias. Diario de viaje

Las olas iban y venían. No hacía viento pero tenía frío. Se sentía sólo, al borde de un gran precipicio llamado mar. Tenía miedo de dejar sus recuerdos y a sus seres más queridos, pero sabía que no había otra salida.

 

Se dio una última oportunidad. No quería partir sin intentarlo una vez más. Y gritó como nunca antes nadie había gritado. Gritó como grita un pájaro con un ala rota. Gritó como grita el mar cuando bate contra las piedras. Gritó como grita una guitarra cuando se le rompe una cuerda. Gritó como grita el hombre más pequeño del mundo. Nadie le oyó. Era tarde para regresar a una vida que no le pertenecía. Era tarde para hacerse una última foto con una sonrisa. Y, aunque no había cámara, sonrió al mismo tiempo que una lágrima le caía por su mejilla. Era su adiós. Era su despedida a un pasado que jamás regresaría…

 

Atrás quedaron los años muertos como él los llamaba. Años en que buscó ese sentimiento llamado felicidad. No hizo nada por conseguirla y ella no le buscó.

 

Ahora iba a terminar todo, en la playa que le vio crecer. Hoy le vería morir. Se metió en el agua poco a poco. Era de noche y no veía nada, pero no le importaba. Pensaba que era mejor no verlo. El agua le llegó al pecho y ahí se paró. Dio media vuelta para volver a ver, por última vez, las luces de su pueblo, las calles por donde tantas veces había paseado con el silencio de la mano. Ya era tarde. Siguió su camino y el agua le llegó a la barbilla. Dos pasos más y habría terminado. Contó hasta 4 y se sumergió para no volver nunca más.

 

Con él se fue la juventud desaprovechada. Con él se fue el color de sus ojos, azules, como el mar.

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